No sabíamos dónde había sido la rotura. Ellos… los galenos amigos –remotamente, como se hacían las cosas en esos días– alertaban que: si era el fémur… mi vida podía correr peligro. Y lo que complicaba en silencio… era la falta de dolor.
Una lesión así, no se soporta sin medicación. Se grita, se llora, pero no se duerme. Lo más grave radicaba en la posibilidad de algún coágulo viajando por mi torrente sanguíneo hasta mis pulmones. Teníamos que hacer algo, pero las camas de las clínicas y de los hospitales estaban –todas– copadas en busca de mayor oxigenación en la sangre.